DEBATE - 08-03-2011- NOTICIAS | CULTURA / SOCIEDAD
Todos los frentes, El FrentePor Cristian Alarcón
El autor del libro Cuando me muera quiero que me toquen cumbia regresa casi diez años después al territorio del personaje central de aquellas crónicas, Víctor “El Frente” Vital, el pibe chorro fusilado por la policía, devenido mártir, santo y protector de atracos y balaceras. Los amigos y familiares que lo sobrevivieron habitan hoy otra Argentina: la que sabe usar Facebook, la de quienes juntan para terminar una pieza más o reinciden a pocos días de salir de la cárcel, la que levanta un comedor infantil en el patio de su casa y la que se libra del gatillo fácil apenas de milagroHace más de un año que no veo a Sabina Sotelo. Han pasado los meses como una exhalación y los viajes y la velocidad de las cosas me mantienen lejos de ella, de sus otros hijos, de su familia, y junto con ellos de la historia que conté hace ya siete años en un libro, Cuando me muera quiero que me toquen cumbia. Durante la inmersión para ese relato y los años posteriores llegó a ser tal nuestra cercanía que en determinado momento, sin pensarlo, me fui quedando en la distancia, en los 22 kilómetros que hay entre ese barrio de Don Torcuato de casas bajas, templos evangélicos y pibes en la esquina y mi barrio, San Telmo. Estuvimos tan cerca que Sabina quiso adoptarme, y cuando el trabajo de campo terminó después de tres años de intensidad, ocurrió lo que suele ocurrir, para bien, con las madres: uno en algún momento se aleja para, seguro, luego volver. Todavía la recuerdo esa mañana de 2001 sentada en la cocina de su pequeña casa frente a la villa San Francisco contando la vida y la muerte de su hijo Víctor, “El Frente” Vital. Caminamos juntos por el barrio. Me tomó del brazo, me condujo y me presentó a Chaías que vino a decirnos cómo lo adoraban ante la tumba del cementerio de San Fernando, cómo los había salvado de la metralla. Ahora, salido de esa lejanía, su otro hijo, el Pato, el varón bien portado que trabaja en una cadena de supermercados, se me aparece en Facebook y me dice algo como lo que me suelen decir los protagonistas de las historias que escribo siempre que me ven: “¡Qué haces puto! Acordate de los pobres!”.
El Pato me aborda con el humor de la villa, y reclama. Así nomás. Entonces pienso lo obvio, lo más peronista que podría ocurrírseme: un asado. Que sea en la semana porque vuelvo a viajar y si no, entonces, nunca podemos. Que sea el miércoles dice el Pato. Que sea en la casa que Sabina tiene hace ya varios años en ese solar de Don Torcuato donde se inventó una vida nueva y levantó una escuela y abrió un comedor popular en el living. Que sea a las dos de la tarde. A esa hora van saliendo de los trabajos: el Pato, de Walmart; su mujer, Silvina, distribuidora en una cadena de alimentos para animales; Graciana, de un centro de salud; su marido, Ariel, de manejar un camión por el sur de la capital. Graciana y Ariel tienen dos hijos y esperan otro. Viven al cruzar la calle. El Pato y Silvina se compraron un terreno en Garín y en los últimos tres años construyeron el primer piso de su casa propia. La hija del Pato, Constanza, de nueve años, me cuenta que duerme en lo que será el lavadero, pero que antes dormía en lo que sería el baño. Su cuarto estará arriba. Y el de su hermanita de ocho meses que duerme con el relajo que sólo se puede alcanzar en la cama de la abuela, también. Será una casa amplia, y con un fondo para otros asados.
Vista de cerca la foto de perfil del Pato en Facebook duele un poco. A él se le dibuja una sonrisa radiante en esa cara de nariz masculina y ángulos rectos, cejas boscosas, pelos pirinchos; y más abajo, en la remera que lleva puesta como una bandera el rostro de su hermano, Víctor Vital, con la misma napia, la misma boca grande, serio, mira hacia arriba con aire malevo arrugando apenas la frente ancha que le dio el apodo. Es un dibujo en aerógrafo que se repite en otros trapos para los cumpleaños del pibe organizados por Sabina, con chocolate, juegos, regalos y bandas de cumbia de la zona norte. Convertido en Santo por Chaías, por Marcos, por Simón, los amigos que lo sobrevivieron, El Frente es, después de diez años un mito urbano que circula más allá del cementerio y las villas de San Fernando, avanza como por su casa, por las cárceles y los institutos bonaerenses, y se pasea dichoso por las aulas de las escuelas, de las universidades y hasta de la academia gringa y europea fascinada con su formato pop de héroe adolescente. Un matador de la bonaerense conocido como El Paraguayo Sosa lo bajó de cuatro tiros arteros cuando se escondía desarmado bajo la mesa de un rancho, en la San Francisco. El Frente, junto a su amigo Luisito, también de 16, había cruzado corriendo la villa 25 de Mayo, los monoblocks, el descampado y al final había colado rancho en lo de una vecina. El Frente se sentía protegido por la comunidad. La mayoría en esa zona del conurbano veía en él a un Robin Hood canchero que enloquecía de amor a las pibas de su edad y repartía comida robada a lo montonero, en plena década del noventa, cuando ya nadie creía en nadie.
En estos años la familia de El Frente ha crecido como muchas otras en la clase media bonaerense. Trabajos estables, cierto tiempo extra para el asado, para avanzar en la próxima pieza de la casa en construcción, para changas, hijos en la escuela pública con buenas notas, participación en un proyecto político de cambio a través del comedor popular y la escuela para adultos del fondo, ésa que se llama Frente Vital. En estos años han vivido con dolor también la continuidad del gatillo fácil y la impunidad. El asesino del Frente volvió a matar, por la espalda, a otros dos jóvenes y la justicia volvió a terciar por él. Vive en la misma zona. Trabaja en seguridad privada como casi todos los policías de legajos manchados con sangre joven, premiados por el mercado securitario de la clase media alta paranoica. Los que siguen presos son los amigos del Frente. Presos o muertos, no han podido romper las cadenas que los condenan a la reincidencia cada vez que por breves meses ganan la calle. De todos ellos, Simón es el que me llama siempre. Estoy al tanto de sus traslados por las cárceles del interior adonde mandan a los presos con condenas largas como la suya, de su dieta, de sus ejercicios, de su corte de pelo, de su trabajo adentro, de su hijo de cuatro años al que le pudo comprar una moto eléctrica para su último cumpleaños. Él está al tanto de dónde ando, cuándo vuelvo, con quién salgo.
En el asado el Pato me cuenta los avances de su casa. Sabina me muestra los avances en la suya. El piso de cerámicos de su sala. La pintura reciente. El baño terminado. Al fondo, la escuela sigue siendo una casilla de madera, pero hay baños de material y decentes que hizo construir la Nación. Del municipio no recibe ni las gracias. Nunca se llevó bien con la gente de Maza. Tiene una alianza con un diputado del FPV que siempre la ayudó y diálogo directo con los bolsones más legítimamente interesados en lo territorial dentro del Estado, que, como aprendimos, no es homogéneo. De provincia llegan bolsas de alimentos, no lo suficiente, y bancan a un docente para los cuarenta alumnos que después de tres años pasan al secundario y quieren su propio colegio ahí mismo, en el patio de Sabina. La educación no es ya un espacio institucional con muros y playones de cemento, es ese reino neofamiliar en el que los lazos son más fuertes que los “objetivos”.
Hacia el final del asado hablamos de la película que se haría sobre la vida del Frente, que en todos estos años no encontró financiadores, y comentamos los guiones que no fueron. Nos reímos de la idea del que iba a ser su director. Soñaba con hacer volar por el cielo de San Fernando al Frente sobre su moto, como un Peter Pan suburbano. El Pato se acordó entonces de esa vez que iba con su hermano en la moto entrando al barrio y se cruzaron con una montaña de arena.
–Dale, volemos –dijo El Frente.
Y aceleraron a fondo la moto, remontaron la montaña, los dos en el lomo, vieron la villa desde la altura por esos largos segundos que dura el vuelo, y aterrizaron con un grito, impecables y jóvenes, sobre la calle de tierra.