martes, 19 de abril de 2011

Todos los frentes, El Frente

DEBATE - 08-03-2011- NOTICIAS | CULTURA / SOCIEDAD

Todos los frentes, El Frente

Por Cristian Alarcón

El autor del libro Cuando me muera quiero que me toquen cumbia regresa casi diez años después al territorio del personaje central de aquellas crónicas, Víctor “El Frente” Vital, el pibe chorro fusilado por la policía, devenido mártir, santo y protector de atracos y balaceras. Los amigos y familiares que lo sobrevivieron habitan hoy otra Argentina: la que sabe usar Facebook, la de quienes juntan para terminar una pieza más o reinciden a pocos días de salir de la cárcel, la que levanta un comedor infantil en el patio de su casa y la que se libra del gatillo fácil apenas de milagroHace más de un año que no veo a Sabina Sotelo. Han pasado los meses como una exhalación y los viajes y la velocidad de las cosas me mantienen lejos de ella, de sus otros hijos, de su familia, y junto con ellos de la historia que conté hace ya siete años en un libro, Cuando me muera quiero que me toquen cumbia. Durante la inmersión para ese relato y los años posteriores llegó a ser tal nuestra cercanía que en determinado momento, sin pensarlo, me fui quedando en la distancia, en los 22 kilómetros que hay entre ese barrio de Don Torcuato de casas bajas, templos evangélicos y pibes en la esquina y mi barrio, San Telmo. Estuvimos tan cerca que Sabina quiso adoptarme, y cuando el trabajo de campo terminó después de tres años de intensidad, ocurrió lo que suele ocurrir, para bien, con las madres: uno en algún momento se aleja para, seguro, luego volver. Todavía la recuerdo esa mañana de 2001 sentada en la cocina de su pequeña casa frente a la villa San Francisco contando la vida y la muerte de su hijo Víctor, “El Frente” Vital. Caminamos juntos por el barrio. Me tomó del brazo, me condujo y me presentó a Chaías que vino a decirnos cómo lo adoraban ante la tumba del cementerio de San Fernando, cómo los había salvado de la metralla. Ahora, salido de esa lejanía, su otro hijo, el Pato, el varón bien portado que trabaja en una cadena de supermercados, se me aparece en Facebook y me dice algo como lo que me suelen decir los protagonistas de las historias que escribo siempre que me ven: “¡Qué haces puto! Acordate de los pobres!”.

El Pato me aborda con el humor de la villa, y reclama. Así nomás. Entonces pienso lo obvio, lo más peronista que podría ocurrírseme: un asado. Que sea en la semana porque vuelvo a viajar y si no, entonces, nunca podemos. Que sea el miércoles dice el Pato. Que sea en la casa que Sabina tiene hace ya varios años en ese solar de Don Torcuato donde se inventó una vida nueva y levantó una escuela y abrió un comedor popular en el living. Que sea a las dos de la tarde. A esa hora van saliendo de los trabajos: el Pato, de Walmart; su mujer, Silvina, distribuidora en una cadena de alimentos para animales; Graciana, de un centro de salud; su marido, Ariel, de manejar un camión por el sur de la capital. Graciana y Ariel tienen dos hijos y esperan otro. Viven al cruzar la calle. El Pato y Silvina se compraron un terreno en Garín y en los últimos tres años construyeron el primer piso de su casa propia. La hija del Pato, Constanza, de nueve años, me cuenta que duerme en lo que será el lavadero, pero que antes dormía en lo que sería el baño. Su cuarto estará arriba. Y el de su hermanita de ocho meses que duerme con el relajo que sólo se puede alcanzar en la cama de la abuela, también. Será una casa amplia, y con un fondo para otros asados.

Vista de cerca la foto de perfil del Pato en Facebook duele un poco. A él se le dibuja una sonrisa radiante en esa cara de nariz masculina y ángulos rectos, cejas boscosas, pelos pirinchos; y más abajo, en la remera que lleva puesta como una bandera el rostro de su hermano, Víctor Vital, con la misma napia, la misma boca grande, serio, mira hacia arriba con aire malevo arrugando apenas la frente ancha que le dio el apodo. Es un dibujo en aerógrafo que se repite en otros trapos para los cumpleaños del pibe organizados por Sabina, con chocolate, juegos, regalos y bandas de cumbia de la zona norte. Convertido en Santo por Chaías, por Marcos, por Simón, los amigos que lo sobrevivieron, El Frente es, después de diez años un mito urbano que circula más allá del cementerio y las villas de San Fernando, avanza como por su casa, por las cárceles y los institutos bonaerenses, y se pasea dichoso por las aulas de las escuelas, de las universidades y hasta de la academia gringa y europea fascinada con su formato pop de héroe adolescente. Un matador de la bonaerense conocido como El Paraguayo Sosa lo bajó de cuatro tiros arteros cuando se escondía desarmado bajo la mesa de un rancho, en la San Francisco. El Frente, junto a su amigo Luisito, también de 16, había cruzado corriendo la villa 25 de Mayo, los monoblocks, el descampado y al final había colado rancho en lo de una vecina. El Frente se sentía protegido por la comunidad. La mayoría en esa zona del conurbano veía en él a un Robin Hood canchero que enloquecía de amor a las pibas de su edad y repartía comida robada a lo montonero, en plena década del noventa, cuando ya nadie creía en nadie.

En estos años la familia de El Frente ha crecido como muchas otras en la clase media bonaerense. Trabajos estables, cierto tiempo extra para el asado, para avanzar en la próxima pieza de la casa en construcción, para changas, hijos en la escuela pública con buenas notas, participación en un proyecto político de cambio a través del comedor popular y la escuela para adultos del fondo, ésa que se llama Frente Vital. En estos años han vivido con dolor también la continuidad del gatillo fácil y la impunidad. El asesino del Frente volvió a matar, por la espalda, a otros dos jóvenes y la justicia volvió a terciar por él. Vive en la misma zona. Trabaja en seguridad privada como casi todos los policías de legajos manchados con sangre joven, premiados por el mercado securitario de la clase media alta paranoica. Los que siguen presos son los amigos del Frente. Presos o muertos, no han podido romper las cadenas que los condenan a la reincidencia cada vez que por breves meses ganan la calle. De todos ellos, Simón es el que me llama siempre. Estoy al tanto de sus traslados por las cárceles del interior adonde mandan a los presos con condenas largas como la suya, de su dieta, de sus ejercicios, de su corte de pelo, de su trabajo adentro, de su hijo de cuatro años al que le pudo comprar una moto eléctrica para su último cumpleaños. Él está al tanto de dónde ando, cuándo vuelvo, con quién salgo.

En el asado el Pato me cuenta los avances de su casa. Sabina me muestra los avances en la suya. El piso de cerámicos de su sala. La pintura reciente. El baño terminado. Al fondo, la escuela sigue siendo una casilla de madera, pero hay baños de material y decentes que hizo construir la Nación. Del municipio no recibe ni las gracias. Nunca se llevó bien con la gente de Maza. Tiene una alianza con un diputado del FPV que siempre la ayudó y diálogo directo con los bolsones más legítimamente interesados en lo territorial dentro del Estado, que, como aprendimos, no es homogéneo. De provincia llegan bolsas de alimentos, no lo suficiente, y bancan a un docente para los cuarenta alumnos que después de tres años pasan al secundario y quieren su propio colegio ahí mismo, en el patio de Sabina. La educación no es ya un espacio institucional con muros y playones de cemento, es ese reino neofamiliar en el que los lazos son más fuertes que los “objetivos”.

Hacia el final del asado hablamos de la película que se haría sobre la vida del Frente, que en todos estos años no encontró financiadores, y comentamos los guiones que no fueron. Nos reímos de la idea del que iba a ser su director. Soñaba con hacer volar por el cielo de San Fernando al Frente sobre su moto, como un Peter Pan suburbano. El Pato se acordó entonces de esa vez que iba con su hermano en la moto entrando al barrio y se cruzaron con una montaña de arena.

–Dale, volemos –dijo El Frente.

Y aceleraron a fondo la moto, remontaron la montaña, los dos en el lomo, vieron la villa desde la altura por esos largos segundos que dura el vuelo, y aterrizaron con un grito, impecables y jóvenes, sobre la calle de tierra.

Nacimiento del mito

Por Mario Goloboff *

No es la primera vez en la vida ni en la de nuestra generación que nos toca ser testigos del nacimiento de un mito. Quizá, sí, la primera que deseamos no ser inconscientes de ello. Se mezclan, en esta suerte de anhelo de querer vivir un pre-tiempo histórico, circunstancias objetivas, hechuras subjetivas, pasiones, dolores, pérdidas, adhesiones, sueños. Y en nuestras cabezas y nuestros corazones, lo biográfico, lo político, lo poético, en proporciones mal medidas.

Pero las condiciones del nacimiento de un mito son complejas, enigmáticas. Ellas se van creando como remedos históricos, religiosos, heroicos, elegíacos, en situaciones que, de inmediatas y coyunturales, devienen decisivas y marcan u obedecen a momentos cruciales de la vida social. Luego, a veces, se tarda siglos para develarlas, aun en el caso de los más sencillos. Mitos aparentemente simplísimos guardan, cuando se los ve de cerca, orígenes bien complicados. Algunos suelen demandar explicaciones mucho más materiales y concretas que las de las irrealidades que simulan contener; otros, en cambio, agotan todas las búsquedas y, a pesar de ello, restan insatisfechos. Si no fuera así, sería muy fácil traducirlos: Hércules habría sido algún fornido muchacho despanzurrador de bueyes en las islas vecinas; Atalanta, una bella y blanca joven que correría más ligero que todos los varones de Escitia, y hasta el mismísimo Olimpo, no más que una montaña alta donde, durante luminosos veranos balcánicos, pernoctaban alegremente Dionisos y Afroditas en excitante compañía.

Algunos muy prácticos pensadores, filósofos y poetas helenos, en medio de la vida dura signada por esclavistas, reyezuelos y monarcas de la época, imaginaron por ejemplo el origen de la humilde araña nada menos que en una venganza de la diosa Atenea contra Aracné, princesa célebre por su tintura púrpura y su destreza en el arte de tejer, a quien Atenea, con sus inmensos poderes, habría trucado perversamente. Mucho más terrenales, apenas parece ser que en verdad lo concibieron empujados por una vieja rivalidad comercial que emponzoñaba las relaciones de estos pueblos griegos con los lidios, de origen cretense. Y Mileto, en Creta, era la más grande exportadora de lana de color del mundo antiguo... Otras veces, la resolución simple es todavía más risible: Plinio el Viejo, en el octavo libro de su casi interminable Naturalis Historia, enciclopédica andanada de la ciencia antigua, señala y denuncia, entre otras reprochables costumbres animales, que los bondadosos elefantes sean cruelmente atacados y diezmados por los dragones, aunque sólo en verano. Avanza una explicación, que aquí algunos señores llamarían de sentido común y, como tal, poco menos que irrebatible: todos saben que la sangre de aquellos paquidermos es fría.

Los mitos contemporáneos, populares, albergan componentes de realidad crecientes, pero conservan también, bastante elevados, los de inventiva y abstracción. Es que, sin éstos, no tendrían vigencia. Aunque hay, claro, enormes diferencias entre las ideas adquiridas durante la infancia de la Humanidad y las de nuestro presente: entonces, favorecida por la ingenuidad de la barbarie, la fantasía era el conocimiento; ahora, la percepción inteligible de lo real sumerge aquellas ilusiones, aunque, es cierto, permanecen alertas en nuestro inconsciente. Las sociedades, aun las más actuales, buscan virginizarse cada vez.

Cesare Pavese, quien consagró muchos años de su fecunda y no larga vida a estudiar este tema, sostenía que “la empresa del héroe mítico no es tal porque esté sembrada de casos sobrenaturales o fracturas de la normalidad, sino porque ella alcanza un valor absoluto de norma inmóvil que, precisamente por inmóvil, se revela constantemente interpretable ex novo, polivalente, simbólica en fin”. Y agregaba: “El mito es, en definitiva, una norma, el esquema de un hecho ocurrido una vez por todas, y su valor le viene de esta unicidad absoluta que lo eleva fuera del tiempo y lo consagra revelación”. Pensar nuestro país y el continente, recordar la situación en que se hallaban hacia comienzos de este siglo, ver la acción intensa que desplegó un hombre para restañar rápida y efectivamente las heridas de la sociedad ayudarían a entender esta intuición, la verosimilitud de una imaginería.

En el campo político, que fue durante el siglo XX el centro de la gran escena contemporánea (si, en todo caso, no lo hubiera sido desde la Antigüedad), leí y escuché sobre Emiliano Zapata, sobre César Augusto Sandino, sobre Buenaventura Durruti, sobre Mordejai Anilevich; vi crecer y sucumbir a Evita, vi crecer y sucumbir al Che Guevara, vi sucumbir y crecer a Salvador Allende.

Velé, solo, caminando en medio de una multitud, a François Mitterrand, el hombre que imprimió, desde la oposición y desde el poder obtenido por el voto popular, buena parte de nuestro exilio. Y que fue, quizás, el último monumento histórico y político del siglo XX. Creo recordar que murió un fin de semana de enero del ’96. El primer o el segundo día hábil siguiente celebraron el homenaje popular en la Place de la Bastille, el lugar donde, años atrás, la gente se había volcado de manera espontánea para festejar su primera victoria presidencial y que, desde entonces, recobrando viejas glorias que venían hasta de la Revolución Francesa, volvió a ser un emblema “del pueblo de izquierdas”.

“El gusto de vivir es el mejor elemento del combate. Y en eso yo soy el único juez”, había declarado él no mucho antes. Tal vez ambos, combate y placer, lo abandonaban juntos. El frío húmedo del norte y la tenue garúa se sumaban al duelo. Muy temprano, la tarde invernal se hizo noche, y el lugar, cubierto por innumerables velas de diferente intensidad, amortiguó el silencio, el llanto de la muchedumbre. Tuve, entonces, la imprecisa sensación de que nacía algo diferente en la historia de aquel país. Aunque él se había ocupado en modelar, durante años, con buril de orfebre, su estatura.

Mucho más nítida fue, por eso, la impresión ahora, en nuestra Plaza, velando a Néstor Kirchner, porque el que se iba era alguien semejante, extrañamente semejante a nosotros. Y claro que “humano, demasiado humano”, como aquel título que no por casualidad marca la ruptura de Nietzsche con su propia filosofía. Gente arrinconada durante años por formadores de opinión munidos de niveles asombrosamente bajos de formación cultural, política, profesional; gente avergonzada por gritones de miedo a causa de sus simpatías, desanimada de mostrarse, confundida, ocultada y silenciada; jóvenes que habían permanecido valerosamente impermeables a tales cantos de sirena, se exhibían y expandían y estallaban ante el único hecho humano que no tiene remedio ni retorno, y salían a compartir su pena, su gratitud, su fuerza en una marea incontenible, lo que lleva a sostener a un serio estudioso de la política, Ernesto Laclau, que fue “todo un pueblo, el cual se ha manifestado en los últimos días en una de las expresiones de pesar colectivo más inmensas –quizá la más inmensa– de la historia argentina”.

En este lugar que por muchas razones es, ya, un sitio sacro, y cuya significación por ello es absoluta, no parece raro que nazcan figuras absolutas. Elegidos con admirable inteligencia icónica, la Casa, el Salón, la Plaza, fueron los espacios rituales y magnos del recogimiento, del estremecimiento, de la vibración, de la afectuosa despedida.

T. S. Eliot, el gran poeta conservador, católico, escribía que no nos es posible ver dónde está la grandeza en lo contemporáneo. Afirmaba que ella no se puede conocer ni se puede buscar; son necesarias dos o tres generaciones para que se logre evaluar a un coexistente en sus reales dimensiones. En medio del inequívoco dolor común, tuve la fortuna de haber sido partícipe de una multitud que, al fin, reconocía la grandeza en un contemporáneo. También, acaso, la de haber sido testigo del nacimiento de uno de los primeros mitos del siglo XXI.

* Escritor, docente universitario.


PÁGINA/12 (02-12-2010) CONTRATAPA

Mi mensaje, Evita

“Solamente los fanáticos -que son idealistas y son sectarios- no se entregan. Los fríos, los
indiferentes, no deben servir al pueblo. No pueden servirlo aunque quieran. Para servir al pueblo hay que estar dispuestos a todo, incluso a morir. Los fríos no mueren por una causa, sino de casualidad. Los fanáticos sí. Me gustan los fanáticos y todos los fanatismos de la historia. Me
gustan los héroes y los santos. Me gustan los mártires, cualquiera sea la causa y la razón de su
fanatismo. El fanatismo que convierte a la vida en un morir permanente y heroico es el único
camino que tiene la vida para vencer a la muerte. Por eso soy fanática. Daría mi vida por Perón y por el pueblo”.

(Evita, "Mi mensaje")

Discurso (frag): "Yo no deseo para el peronismo a los ciudadanos sin mística revolucionaria. Que no se incorporen. Que se queden rezagados si no están convencidos. El que ingrese, que vuelva su cabeza y su corazón sin retaceos para afrontar nuestras luchas, que siempre habrán de terminar en un glorioso 17 de Octubre" (Eva Perón).

jueves, 14 de abril de 2011

Ícaro, Por Jaroslaw Iwaszkiewicz

Hay un cuadro de Brueghel llamado Ícaro. En él se ve a un campesino que ara la tierra en un alto acantilado sobre el mar; un pastor impasible apacienta su rebaño, y un pescador tiende las redes en la costa. A lo lejos, puede vislumbrarse una tranquila ciudad. En el mar navega, con las velas desplegadas, un barco en cuyo puente unos comerciantes discuten sus negocios. En fin, estamos ante los afanes y preocupaciones cotidianos, frente a una vida de simples menesteres y problemas humanos sencillos. ¿Dónde está Ícaro? ¿Dónde está aquél que trató de alcanzar el sol? Sólo, si observamos minuciosamente el cuadro, podremos descubrir en un rincón del mar un par de piernas que se sumergen en el agua, y arriba, revoloteando en el aire, unas cuantas plumas que el brusco descenso desprendió de las alas ingeniosamente fabricadas. La caída ha ocurrido hace un instante apenas. Se trata del temerario que, según la leyenda griega, construyó unas alas para volar y se elevó a tal altura que llegó cerca del sol. Sus rayos fundieron la cera con que se había pegado el joven las plumas, y el desdichado se precipitó en el abismo. La tragedia ha ocurrido; helo allí que se hunde y se ahoga en el mar. Pero los hombres nada han advertido. Ni el campesino que ara la tierra, ni el comerciante que navega, ni el pasajero que contempla el cielo, ninguno se ha dado cuenta de la muerte de Ícaro. Sólo el poeta o el pintor la han visto y la han transmitido a la posteridad.
Ese cuadro me viene a la memoria cada vez que recuerdo un episodio que me tocó vivir. Era en junio de 1942 o 1943. Un bellísimo crepúsculo de verano descendía sobre Varsovia, un resplandor rosado creaba sombras que embellecían las casas destruidas, y en el hormigueo impetuoso de la multitud que subía a los tranvías para llegar a casa antes del toque de queda, el conjunto de los vestidos civiles ocultaba los uniformes, raros a esa hora. En aquel momento las calles de Varsovia, animadas y bellas en el esplendor de junio, podían dar la impresión de que la ciudad estuviese libre de los invasores. Sólo por un instante...
Esperaba el tranvía en la parada de la esquina de la calle Trebacka con la Krakowskie Przedmiescie. Las rojas carrocerías tranviarias, campanilleaban sonoramente y se alineaban, una tras otra, a lo largo de Krakowskie Przedmiescie. La gente se aglomeraba para subir, saltaba a los estribos, se colgaba de las puertas, se apiñaba tanto dentro como fuera de los vehículos. De cuando en cuando, pasaba a toda prisa un "cero" rojo, reservado a los alemanes, y por ende casi vacío. Debí esperar bastante tiempo un tranvía en el que se pudiese entrar con menos dificultad. Pero, cuando al fin llegó uno, no tenía ya deseos de subir; de improviso le había tomado gusto a aquella multitud que me rodeaba indiferente del todo a mi presencia. Frente a mí, sobre su pedestal, se erguía la estatua de Mickiewicz; en torno al monumento humildes plantas floridas emanaban un grato perfume; los automóviles trazaban con un chirrido la curva frente a la iglesia de las Carmelitas; los muchachos pregonaban a gritos sus periódicos; frente a un resplandeciente escaparate hormigueaban los vendedores de cigarrillos y de pasteles; se cerraban con ruido las puertas metálicas y las rejas de las tiendas; en el jardincillo, los bancos estaban repletos de viejos y jóvenes; gorjeaban los gorriones, fijos ellos también en las ramas de los frágiles arbolillos... Todo esto se sumergía lentamente en el azul crepúsculo de la tarde estival. En ese instante sentía pulsar el corazón de Varsovia, e instintivamente me mezclé entre la multitud para permanecer un poco más de tiempo junto a ella y entre ella y disfrutar de aquel atardecer varsoviano.
En un determinado momento observé a un muchacho que venía por la calle Bernardcka. Apareció detrás de un tranvía en marcha, y se detuvo en el pequeño camellón, de espaldas al ir y venir de la multitud, con la cara vuelta hacia la acera y sin apartar los ojos de un libro con el que había surgido en aquel crepúsculo cada vez más gris. Podía tener quince años, dieciséis a lo sumo. De tanto en tanto, mientras leía, sacudía la rubia cabellera, y, con la mano, apartaba después los cabellos que le caían sobre la frente. Del bolsillo, sobre su cadera, asomaba un segundo libro. El primero lo llevaba abierto frente a los ojos y evidentemente era incapaz de desprenderse de él. Con toda probabilidad, lo había conseguido hacía poco de un compañero o de una biblioteca clandestina, y sin esperar a la llegada a casa, se mostraba impaciente por conocer el contenido, aún en la calle. Me desagradaba no saber qué libro era; de lejos parecía un manual, pero me decía que ningún manual puede despertar tan vivo interés en un joven. ¿Serían versos? ¿Tal vez un libro de economía? No lo sé.
El muchacho permaneció un poco en el camellón, inmerso en la lectura. No hacía caso de los empellones, ni de la multitud que se apiñaba alrededor de los vehículos. Detrás de él se asomó más de una cara enrojecida, pero él seguía sin apartar la mirada del libro. Y después, siempre con el libro bajo los ojos, tal vez molesto por los empujones y el estrépito, o tal vez asaltado de improviso por una necesidad inconsciente de llegar a su casa, lo vi descender a la calzada, frente a un automóvil que apareció en aquel instante.
Se oyó el chirrido violento de los frenos y el silbido de los neumáticos sobre el asfalto. Con la intención de evitar el choque, el conductor viró bruscamente y detuvo en seco el vehículo en la esquina de la calle Trebacka. Advertí, lleno de espanto, que era un coche de la Gestapo. El muchacho del libro trató de esquivar el automóvil, pero inmediatamente se abrió la portezuela posterior y dos individuos, con el casco adornado por una calavera, saltaron a la calle. Se hallaban exactamente frente al muchacho. Uno de ellos gritó algo con voz gutural y el otro, trazando con el brazo un gesto circular, invitó con mofa al muchacho a subir.
Aún ahora puedo ver a aquel joven, detenido frente a la portezuela, confuso, totalmente avergonzado... Veo cómo se disculpaba, cómo movía la cabeza en un ingenuo gesto de negación, semejante a un niño que promete: "No lo volveré a hacer"... Parecía estar diciendo: "No he hecho nada... sólo esto...", e indicaba el libro que había producido su descuido. Como si hubiese sido posible explicar alguna cosa. Se negaba a subir al auto, como en un último impulso de la vida que estaba perdiendo.
El gendarme le pidió los documentos, le arrebató de las manos la carta de identidad que había extraído de un bolsillo, y con un gesto violento, lo empujó hacia el interior. El otro lo ayudó. Subió el muchacho y tras él los hombres de la Gestapo; la portezuela se cerró y el vehículo partió bruscamente, dirigiéndose a toda velocidad hacia la avenida Szucha...
Lo perdí de vista. Desolado por lo ocurrido, miré en torno mío, buscando comprensión en alguien. El muchacho del libro había desaparecido para siempre. Con el más grande estupor, comprobé que nadie se había dado cuenta del suceso. De manera tan fulminante se había desarrollado lo que he descrito. Todos los peatones que formaban aquella multitud se hallaban tan ocupados en sus propios afanes, que el rapto del muchacho les había pasado inadvertido. Unas señoras que había a mi lado discutían si era conveniente tomar tal o cual tranvía, dos tipos encendían sus cigarrillos tras el poste de la parada, una vieja con una cesta en la mano junto a la pared, repetía sin tregua su "Limones, limones magníficos, limones...", como un conjuro budista, y otros jóvenes corrían por la calle tras el tranvía que se iba, arriesgándose a terminar bajo un automóvil... Mickiewicz estaba allí, tranquilo, y las flores exhalaban un suave perfume; un leve vientecillo agitaba las tiernas ramas en derredor del monumento. La desaparición de aquel joven no había significado nada para nadie. Sólo yo había visto ahogarse a Ícaro. Permanecí allí aún mucho tiempo, aguardando que la multitud se disgregase. Pensaba que tal vez Michas, así lo llamé en la imaginación, volvería. Me imaginaba su casa, sus padres que esperaban su regreso, a la madre mientras preparaba la cena, y no podía resignarme a que ellos no pudiesen saber de qué manera había desaparecido su hijo. Conociendo las costumbres de nuestros ocupantes, preveía que no habría podido liberarse de sus tentáculos. ¡Y todo había ocurrido de un modo tan estúpido! La insensata crueldad de aquel secuestro me sobresalta y me turba todavía.
Aquellos que han muerto en las batallas, que sabían por qué morían, encontraron tal vez consolación en la idea de que su muerte tenía sentido. Pero quienes como mi Ícaro han sido sumergidos en el mar del olvido por una razón tan cruel como insensata...
Llegó la noche. La ciudad se adormecía en un sueño febril, malsano... Me aparté por fin de la parada, pasé junto al monumento de Mickiewicz, y me dirigí a pie hacia mi casa... Mientras continuaba persiguiéndome la imagen de Michas, que movía la cabeza como si dijera: "No, no, la culpa es del libro... En adelante, tendré más cuidado..."

Fuente: http://www.lamaquinadeltiempo.com