sábado, 21 de abril de 2012

LA TELESITA


LA TELESITA
(Chacarera)
Letra: Agustín Carabajal
Música: Andrés Chazarreta
 
Telesita la manga mota
¡Ay! Telésfora Castillo
tus ropitas están rotas
tus ojos no tienen brillo
por las costas del Salado
lo has perdido tras del monte
tus pasos van extraviados.
o buscando el horizonte.
 
 
No preguntes por tu amor
Con un bombo soñador
porque nunca lo hallarás
y un violín sentimental
un consuelo a tu dolor
un cieguito al encordao´
en el baile encontrarás.
el baile va a comenzar.
 
 
Por esos campos de Dios
Tu esperanza se perdió
te lleva tu corazón
dele bailar y bailar
sin saber que tu danzar
lleva tu pecho un dolor
es tan solo una ilusión.
pero no sabes llorar.
 
 
Rezabaile del querer
Pobre niña que un fogón
con su música llevó
tu cuerpito calcinó
pies desnudos bajo el sol
y en la noche de los tiempos
La Telesita llegó.
todo el pueblo te lloró.
 
 
Estribillo:
Estribillo:
Y así te verán bailando
Y así te verán bailando
loca en cada amanecer
loca en cada amanecer
como metida la danza
como metida la danza
muy adentro de tu ser.
muy adentro de tu ser.


                                                     LA TELESITA (Jorge Cafrune)


He venido Telesita, 

como aquel que no hace nada, 

a dejarte el corazón, 

y llevarme tu mirada. 


Aquí me tienes, vidita, 

deshecho por tus amores, 

mi corazón padeciendo, 

penas de todos colores. 


Aunque encerrada te tengan, 

en cal y canto y arena, 

si tu amor es como el mío, 

sabrá borrar las barreras. 


Yo te he’i de querer, vidita, 

aunque todos se me opongan, 

soy un gavilán constante, 

cuando sigo una paloma. 


De vicio te estoy mirando, 

cara a cara y frente a frente, 

y no te puedo decir, 

lo que mi corazón siente. 


Telesita, Telesita, 

la dueña de mis amores, 

no permitas que me acabe, 

sin gozar de tu favor. 


Yo sé que me andas queriendo, 

aunque no me digas nada, 

lo que no dicen tus labios, 

me lo dice tu mirada. 


Si me quemo, no me apagues, 

déjame seguir quemando, 

siempre que sean tus amores, 

los que me estén incendiando. 


Ahí tienes mi corazón, 

dale muerte si tú quieres, 

pero como estás adentro, 

si lo matas, también mueres. 


Mucho me temo, vidita, 

no complacer tus deseos, 

si mi corazón se calla, 

los dos juntos moriremos. 


Al cajón en que me entierren, 

que no lo claven con clavos, 

clávalos vos, Telesita, 

con los besos de tus labios. 


Telesita, Telesita, 

la dueña de mis amores, 

no permitas que me acabe, 

sin gozar de tu favor.

Cosmogonía Guaraní


Ñamandú, dios supremo de la creación se creó a sí mismo en medio del caos y las tinieblas. Iluminado por su propio corazón, ya que el sol no existía, se irguió desde los pies y convirtió sus brazos y manos en ramas que agitaba el viento.
Una corona de flores rodeó su cabeza mientras revoloteaba el colibrí, el pájaro primero.
Después creó la palabra (ayvú) -lo que confiere a los guaraníes su condición de elegidos y destinados a la inmortalidad-, entendida como la expresión de la humanidad como colectividad solidaria, no como ser individual.
De sus palabras surgieron luego los dioses, padres de los hombres: Jakairá, Karaí, Tupá y Ñamandú Py’a Guasú.
Luego desplegó la tierra y la bóveda celeste a la que sostuvo con cuatro palmeras pindó azul, al Este, Al Oeste, al Norte y al Sur, y agregó otra en el centro.
Una vez concluida esta parte, surge el mundo subterráneo, el terráqueo y el acuático, así como el día y la noche.
Más tarde entregó a cada dios creado de su palabra una facultad sobre las cosas: dio a Tupá el agua y lo fresco, a Karaí el fuego y el calor, a Jakairá la niebla y el humo, a Ñamandú Py’a Guasú el coraje.
Al fin y al ver que ya estaban dadas las condiciones materiales creó a los seres humanos con parte de la niebla y ordenó a Karaí que les pusiera algo de fuego en el corazón y a Tupá que les cediera un poco de frescura.
Luego, les dio a los hombres sus leyes para que las aprendieran y las cumplieran.
Cumplida su tarea, se retiró a descansar.

Basado en el libro:
Ayvy Rapyta—León Cadogan
Adaptación escolar realizada por:
  • Virgilio Oscar Benitez (Karai Henchyroã)-Maestro de Lengua y Cultura Guaraní Escuela Intercultural Bilingüe Nº .Mbororé.
  • José Javier Rodas-Docente Especialista en Alfabetización Intercultural Escuela Intercultural Bilingüe Nº .Mbororé.

miércoles, 18 de abril de 2012

Memoria del fuego, E. Galeano (del libro de Los nacimientos)

La creación

La mujer y el hombre soñaban que Dios los estaba soñando.
Dios los soñaba mientras cantaba y agitaba sus maracas, envuelto en humo
de tabaco, y se sentía feliz y también estremecido por la duda y el misterio.
Los indios makiritare saben que si Dios sueña con comida, fructifica y da de
comer. Si Dios sueña con la vida, nace y da nacimiento.
La mujer y el hombre soñaban que en el sueño de Dios aparecía un gran
huevo brillante. Dentro del huevo, ellos cantaban y bailaban y armaban mucho
alboroto, porque estaban locos de ganas de nacer. Soñaban que en el sueño de
Dios la alegría era más fuerte que la duda y el misterio; y Dios, soñando, los
creaba, y cantando decía:
—Rompo este huevo y nace la mujer y nace el hombre. Y juntos vivirán y
morirán. Pero nacerán nuevamente. Nacerán y volverán a morir y otra vez nacerán.
Y nunca dejarán de nacer, porque la muerte es mentira.

La muerte

El primero de los indios modoc, Kumokums, construyó una aldea a orillas del
río. Aunque los osos tenían buen sitio para acurrucarse y dormir, los ciervos se
quejaban de que hacía mucho frío y no había hierba abundante. 38
Kumokums alzó otra aldea lejos de allí y decidió pasar la mitad del año en
cada una. Por eso partió el año en dos, seis lunas de verano y seis de invierno, y la
luna que sobraba quedó destinada a las mudanzas.
De lo más feliz resultó la vida, alternada entre las dos aldeas, y se
multiplicaron asombrosamente los nacimientos; pero los que morían se negaban a
irse, y tan numerosa se hizo la población que ya no había manera de alimentarla.
Kumokums decidió, entonces, echar a los muertos. Él sabía que el jefe del
país de los muertos era un gran hombre y que no maltrataba a nadie.
Poco después, murió la hijita de Kumokums. Murió y se fue del país de los
modoc, tal como su padre había ordenado.
Desesperado, Kumokums consultó al puercoespín.
—Tú lo decidiste —opinó el puercoespín— y ahora debes sufrirlo como
cualquiera.
Pero Kumokums viajó hacia el lejano país de los muertos y reclamó a su hija.
—Ahora tu hija es mi hija —dijo el gran esqueleto que mandaba allí—. Ella no
tiene carne ni sangre. ¿Qué puede hacer ella en tu país?
—Yo la quiero como sea —dijo Kumokums.
Largo rato meditó el jefe del país de los muertos.
—Llévatela —admitió. Y advirtió:
—Ella caminará detrás de ti. Al acercarse al país de los vivos, la carne volverá
a cubrir sus huesos. Pero tú no podrás darte vuelta hasta que hayas llegado. ¿Me
entiendes? Te doy esta oportunidad.
Kumokums emprendió la marcha. La hija caminaba a sus espaldas.
Cuatro veces le tocó la mano, cada vez más carnosa y cálida, y no miró hacia
atrás. Pero cuando ya asomaban, en el horizonte, los verdes bosques, no aguantó
las ganas y volvió la cabeza. Un puñado de huesos se derrumbó ante sus ojos.

La resurrección

A los cinco días, era costumbre, los muertos regresaban al Perú. Bebían un
vaso de chicha y decían:
—Ahora, soy eterno.
Había demasiada gente en el mundo. Se sembraba hasta en el fondo de los
precipicios y al borde de los abismos, pero no alcanzaba para todos la comida.
Entonces murió un hombre en Huarochirí.
Toda la comunidad se reunió, al quinto día, para recibirlo. Lo esperaron desde
la mañana hasta muy entrada la noche. Se enfriaron los platos humeantes y el
sueño fue cerrando los párpados. El muerto no llegó.
Apareció al día siguiente. Estaban todos hechos una furia. La que más hervía
de indignación era la mujer, que le gritó:
—¡Haragán! ¡Siempre el mismo haragán! ¡Todos los muertos son puntuales
menos tú!
El resucitado balbuceó alguna disculpa, pero la mujer le arrojó una mazorca a
la cabeza y lo dejó tendido en el piso.
El ánima se fue del cuerpo y huyó volando, mosca veloz y zumbadora, para
nunca más volver.
Desde esa vez, ningún muerto ha regresado a mezclarse con los vivos y
disputarles la comida.

Eduardo Galeano, Memoria del fuego, libro de los nacimientos, Ed. siglo XXI