miércoles, 18 de abril de 2012

Memoria del fuego, E. Galeano (del libro de Los nacimientos)

La creación

La mujer y el hombre soñaban que Dios los estaba soñando.
Dios los soñaba mientras cantaba y agitaba sus maracas, envuelto en humo
de tabaco, y se sentía feliz y también estremecido por la duda y el misterio.
Los indios makiritare saben que si Dios sueña con comida, fructifica y da de
comer. Si Dios sueña con la vida, nace y da nacimiento.
La mujer y el hombre soñaban que en el sueño de Dios aparecía un gran
huevo brillante. Dentro del huevo, ellos cantaban y bailaban y armaban mucho
alboroto, porque estaban locos de ganas de nacer. Soñaban que en el sueño de
Dios la alegría era más fuerte que la duda y el misterio; y Dios, soñando, los
creaba, y cantando decía:
—Rompo este huevo y nace la mujer y nace el hombre. Y juntos vivirán y
morirán. Pero nacerán nuevamente. Nacerán y volverán a morir y otra vez nacerán.
Y nunca dejarán de nacer, porque la muerte es mentira.

La muerte

El primero de los indios modoc, Kumokums, construyó una aldea a orillas del
río. Aunque los osos tenían buen sitio para acurrucarse y dormir, los ciervos se
quejaban de que hacía mucho frío y no había hierba abundante. 38
Kumokums alzó otra aldea lejos de allí y decidió pasar la mitad del año en
cada una. Por eso partió el año en dos, seis lunas de verano y seis de invierno, y la
luna que sobraba quedó destinada a las mudanzas.
De lo más feliz resultó la vida, alternada entre las dos aldeas, y se
multiplicaron asombrosamente los nacimientos; pero los que morían se negaban a
irse, y tan numerosa se hizo la población que ya no había manera de alimentarla.
Kumokums decidió, entonces, echar a los muertos. Él sabía que el jefe del
país de los muertos era un gran hombre y que no maltrataba a nadie.
Poco después, murió la hijita de Kumokums. Murió y se fue del país de los
modoc, tal como su padre había ordenado.
Desesperado, Kumokums consultó al puercoespín.
—Tú lo decidiste —opinó el puercoespín— y ahora debes sufrirlo como
cualquiera.
Pero Kumokums viajó hacia el lejano país de los muertos y reclamó a su hija.
—Ahora tu hija es mi hija —dijo el gran esqueleto que mandaba allí—. Ella no
tiene carne ni sangre. ¿Qué puede hacer ella en tu país?
—Yo la quiero como sea —dijo Kumokums.
Largo rato meditó el jefe del país de los muertos.
—Llévatela —admitió. Y advirtió:
—Ella caminará detrás de ti. Al acercarse al país de los vivos, la carne volverá
a cubrir sus huesos. Pero tú no podrás darte vuelta hasta que hayas llegado. ¿Me
entiendes? Te doy esta oportunidad.
Kumokums emprendió la marcha. La hija caminaba a sus espaldas.
Cuatro veces le tocó la mano, cada vez más carnosa y cálida, y no miró hacia
atrás. Pero cuando ya asomaban, en el horizonte, los verdes bosques, no aguantó
las ganas y volvió la cabeza. Un puñado de huesos se derrumbó ante sus ojos.

La resurrección

A los cinco días, era costumbre, los muertos regresaban al Perú. Bebían un
vaso de chicha y decían:
—Ahora, soy eterno.
Había demasiada gente en el mundo. Se sembraba hasta en el fondo de los
precipicios y al borde de los abismos, pero no alcanzaba para todos la comida.
Entonces murió un hombre en Huarochirí.
Toda la comunidad se reunió, al quinto día, para recibirlo. Lo esperaron desde
la mañana hasta muy entrada la noche. Se enfriaron los platos humeantes y el
sueño fue cerrando los párpados. El muerto no llegó.
Apareció al día siguiente. Estaban todos hechos una furia. La que más hervía
de indignación era la mujer, que le gritó:
—¡Haragán! ¡Siempre el mismo haragán! ¡Todos los muertos son puntuales
menos tú!
El resucitado balbuceó alguna disculpa, pero la mujer le arrojó una mazorca a
la cabeza y lo dejó tendido en el piso.
El ánima se fue del cuerpo y huyó volando, mosca veloz y zumbadora, para
nunca más volver.
Desde esa vez, ningún muerto ha regresado a mezclarse con los vivos y
disputarles la comida.

Eduardo Galeano, Memoria del fuego, libro de los nacimientos, Ed. siglo XXI

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